Cuando tenía ocho años tuve que leer un libro para
primaria que me encantó, “Que sea la Odisea” me acompañaba a todos lados y yo
no paraba de relatarle a todos mis familiares los nuevos capítulos que iba
leyendo. Me gustó mucho uno. Me gustó leer el capítulo en el que Penélope teje
y desteje esperando a su amor Ulises que se había ido a la guerra. Quizá me
gustó porque en ese entonces creía mucho más en el amor de lo que creo ahora. Quizá
me gustó porque no lo analicé racionalmente sino sentimentalmente. Quizá me
gustó por la ternura que entre líneas se podía leer. Lo esperaba. Tenía
incontables pretendientes, sin embargo lo esperaba a él. A los hombres
interesados en ella les dijo que cuando termine el tejido iba a elegir a alguno
de ellos para casarse. Tejía durante el día y destejía por la noche. No quería
a ninguno de los que sí la querían. Quería al que se había ido, al que no sabía
si iba a volver, al que quizá no la amaba. Tenía paciencia. Lo esperó, lo
esperaba, lo iba a seguir haciendo. No le importaba nada ni nadie.
Yo quería ser en algún momento de mi vida Penélope. Quería que un hombre me enamore de forma tal que no pare de esperarlo. Quería tener esa fuerza de voluntad, ese amor puro y sincero, esa entereza incontrolable, ese aguante muy pocas veces visto.
Una década después, por suerte, no quiero lo mismo.
Yo quería ser en algún momento de mi vida Penélope. Quería que un hombre me enamore de forma tal que no pare de esperarlo. Quería tener esa fuerza de voluntad, ese amor puro y sincero, esa entereza incontrolable, ese aguante muy pocas veces visto.
Una década después, por suerte, no quiero lo mismo.
Las Penélopes modernas no sabemos tejer.
Ni esperar.
Ni esperar.